Vidas rotas detrás del tragaperras

Joaquín fue toda su vida directivo de un banco en Madrid. A pesar de recibir un buen salario, en su casa no faltaba la comida en el plato porque su mujer trabajaba. “Me gastaba todo lo que ganaba en las máquinas tragaperras de un par de bares de cabecera”. A veces, incluso, pedía adelantos de la nómina del mes siguiente. Cuando se quedaba sin efectivo, el dueño del bar le fiaba. “Y yo le pagaba en cuanto cobraba, a final de mes”.

Así pasaron muchos años, primero con excusas y después con mentiras descabezadas que su mujer ya se había cansado de rebatir. “Un buen día me dejó a la vista, en la cocina, una página del periódico en la que se anunciaba la Asociación de Jugadores en Rehabilitación”. Era su ultimátum. Joaquín acababa de dejarse 260.000 pesetas, las últimas 260.000 pesetas de su vida. Después, asumió que su vida era insostenible y que tenía que cambiar. Hoy, reconoce que será ludópata “mientras viva”, pero suma ya nueve años sin jugar. Ni siquiera al mus, su gran pasión. “Estuve tres años sin poder pisar un bar solo, y todavía hoy tengo prohibido llevar dinero en el bolsillo”.

Su mujer le da tres euros para el pan y el periódico o algo más si necesita comprar algo de más valor. “Y yo siempre le doy las vueltas y la factura”. Es una obligación moral, igual que la de colaborar martes, jueves y domingo durante más de dos horas a que otros jugadores como él recuperen las sendas de sus vidas. En la sede de Alcobendas de la Asociación de Jugadores en Rehabilitación –de la que él es hoy presidente– se juntan un mínimo de 60 personas entre adictos y familiares para hablar “sin dar consejos” sobre los problemas de cada uno. Hay adictos entre 23 y 70 años y cada historia tiene un drama, una mujer, unos niños y muchas deudas. Según Joaquín, el ludópata es el gran desconocido y acaba “en el manicomio, debajo de un puente o en el cementerio”.

La otra opción es pedir ayuda, a poder ser, a gente que ha pasado por lo mismo. “Yo no aconsejo el psicólogo porque le engañas como a un chino”, dice. “A él puedes contarle lo que te de la gana, pero a mí no me engañas, porque he pasado por lo mismo”. El tiempo mínimo de recuperación, según Joaquín, oscila entre los dos y los tres años, aunque uno nunca deja de tener el problema. “Lo que tratamos es mantenerlo dormido, no despertarlo”.

La asociación, fundada en 1996, tiene un centenar de socios, recibe de manera gratuita a todo el que esté interesado y se encarga de organizar diversas actividades al margen de las horas de terapia.